Sunday, March 18, 2007

Cuando era pequeño...

... creía que todas las cosas eran blancas o negras.
... pensaba que las verdades y las mentiras eran absolutas.

... creía que siempre se puede elegir.
... pensaba que siempre hay una elección correcta.

... creía que el daño que se hacía sin querer no dolía.
... pensaba que pedir perdón era lo que se necesitaba para encontrar el perdón.

... creía que los seres débiles no tenían poder sobre nadie.
... pensaba que tener poder implicaba saber ser justo al administrarlo.

... creía que al llegar a mayor ya no se tenía miedo.
... pensaba que inspirar miedo a los demás debía molar.

... creía que se podía conseguir lo que se quería a costa de cualquier cosa.
... pensaba que el fin siempre justificaba los medios.

... creía que el amor era tajante, sempiterno y sin fisuras.
... pensaba que dos personas compitiendo por tu amor tenía que ser halagüeño.

... creía que cuando fuese mayor, lo entendería y lo controlaría todo.
... pensaba que ser mayor era igual a ser una persona hecha y derecha.



Cuando me hice mayor, me di cuenta de que me había equivocado en todo.


Dedicado a todas aquellas personas a las que no pude darles lo que merecían. Aunque ya no sirva de nada, LO SIENTO.

Friday, March 16, 2007

Cadáveres de amor y un boxeador viejo

Rebuscando entre mis viejos papeles, siempre me topo con cosas incómodas. Algunas no recordaba que existieran. Otra, me gustaría que nunca hubiesen estado allí. Canciones de amor compuestas para chicas a las que ni siquiera amé en realidad. Cartas sentimentales a mujeres que ni siquiera se merecían una letra de mi puño. Mensajes de móvil que pasé a papel, creyendo que algún día serían las primeras páginas de la mayor historia jamás contada. Toda esa maraña de cadáveres de amor, pruebas de mi inocente y audaz estupidez, me lleva por la línea temporal que arranca del final de mi adolescencia natural y serpentea por los años de esa otra adolescencia, menos natural y más autoimpuesta, voluntariamente buscada y prolongada, mantenida a costa de embarcarme en futiles y perdidas empresas, a sabiendas de que me iba a estampar contra una pared. Suicidios emocionales. Esa es la palabra.

De pronto, la línea se corta. Mi costumbre, buena o mala, de fechar todo lo que conservo, deja bien claro en qué momento de la película dejé de comportarme como si viviese en una teleserie de sobremesa. Parecería que aquel adolescente impenintente se hubiese suicidado de golpe, sin darse tiempo siquiera para una despedida, tan amigo él de las ceremonias de todo tipo. En vista de que aquel cuerpo no es sino el mío, con unos pocos años menos, daremos por sabido que aquella tragedia no se consumó. Supongo que, sencillamente, me hice mayor. Supongo que dejé de empecinarme en ser adolescente, y me permití a mí mismo ser joven. Supongo que, al quemarme a lo bonzo por quincuagésimo sexta vez, decidí que me había cansado de jugar al ave fénix.

Después de aquel verano de 2003, las reseñas sobre andanzas del corazón son escasas y dilatadas en el tiempo. Y muy diferentes. Se anuncian charadas como las de antaño, que terminan de sopetón y por mi mano, sin siquiera dejarlas andar por el natural discurrir de mi estupidez amatoria. Se empiezan a bosquejar conatos de relación adulta, malogrados por mutua falta de madurez e intenciones. Se descubren ciénagas sentimentales, habitadas por el cerdo que siempre juré que nunca sería y por las cerdas de las que siempre renegué.

¿Quién salió perdiendo con todo esto? No sé cómo se llama. No es el adolescente de adolescentes años que fui cuando tenía que serlo. Tampoco el que le siguió, porque ese pobre loco, a fin de cuentas, se divertía con sus propias payasadas. Ni el joven, que durante el tiempo que vivió, lo hizo con un savoire-faire de manual. El que ha salido perdiendo es el habitante actual del cuerpo cuyas manos teclean esto ahora. Agotado, sin fuerzas ni ganas de hallarlas, maldice contra sus predecesores cada vez que va a buscar ilusión al cajón del ellos sacaron alegremente, sin conocimiento, sin dejarle nada. Cada vez que consigue juntar una poquita, le da forma cuidadosamente con sus manos y la saca a la calle, con esa cara de suave resignación de quien sabe que no puede guardar lo que alguien, de seguro, pisoteará.

Y una y otra vez, se levanta. Ya no es el pájaro de fuego, resurgiendo de ninguna parte. Es un boxeador viejo, necesitado de alimento, que se levantará una vez más, tan sólo para dejar que le peguen y le tumben otra vez. Su vida es eso, y si quiere comer, tiene que subirse al ring. También puede morirse, claro. Pero eso no viene a cuento ahora; si nos ponemos así, apaga y vámonos.
Actúa como si fuese a durar en este negocio eternamente. Al menos, de cara a la galería. Sabe que cada golpe para él es como el cigarrillo para el fumador. Cada vez queda uno menos. Siente acercarse la hora. No sabe a qué distancia está, pero la oye venir. Cierra los ojos y trata de invocar a esa fé que nunca tuvo, para que le dé fuerzas y aguantar otra embestida más.
En el fondo, el muy astuto sólo está esperando. Como dice la canción de Los Ilegales, no vive, sólo espera; va agotado de esperar el fin. Un segundo antes de que el último golpe le quite de en medio para siempre, saltará fuera del ring y saldrá corriendo, llevando bajo el brazo un hatillo, lleno con la poquita ilusión que no le hayan aplastado aún. Espera, para entonces, haber aglutinado la suficiente como para emprender el último viaje. Le quedan cuatro cositas por hacer. Y se vendrá al malecón, a buscar de la mano de la brisa marina esa paz que el calor de un pecho ajeno nunca le supo dar. Respirará hondo, y por una vez en la vida, todo estará bien.

Y después, se marchará. Al fin estará en paz.